Voy a cumplir 35 años en un par de semanas. No sé muy bien cómo ha pasado
pero casi de repente, ha sucedido. Yo, que tenía a los 20 cogidos por el
cuello, estaba tan cómoda en ellos que no me planteé que pudieran escaparse tan
sigilosos, casi sin darme cuenta. No es que haya habido grandes cambios, pero
desde aquí, ver algunos posos que ha
dejado el tiempo es casi inevitable. Aunque no quiera, aunque haya puesto todo
mi esfuerzo en que esto no suceda, de alguna manera he crecido, aunque sea por
la mera exposición, por el simple pasar de los días.
Hace 20 años (dios mío, 20 años), que decidí que quería cantar en un grupo
de rock. Lo escribí en mi diario (qué tiempos) y decidí que iba a hacerlo. El
camino, teniendo en cuenta el punto desde el que partía, fue complicadísimo.
Aprender sin profesores, robarle los acordes a aquella chica que tocaba en
misa, conseguir una guitarra rota, cambiar las primeras cuerdas, conseguir
discos, encontrar a alguien que nos dijera cómo se hacía, creer que a
pesar de no tener ni idea, tenía que perseverar, que no importaba que me
dijeran que no, salir de aquel pueblo, adquirir un micrófono, encontrar otras
personas que quisieran ser músicos, dejar de ser la rara, encontrar más raros,
celebrar la rareza…
Ahora resulta todo más sencillo, más automático, pero hay algo que sigue
intacto 20 años después: la intuición de que esto es importante. Hacer música,
gritar, buscar el límite donde acaba mi voz, rellenar los huecos que deja la
rutina con la guitarra; la sensación de que la respuesta a “¿pero qué sentido
tiene todo esto?” es exactamente esto, o al menos la música suena tan alto que
ensordece esa pregunta -y todas las demás-. Dejar pasar el tiempo haciendo algo
que me gusta, algo que tiene sentido por sí mismo es un buen motivo, seguir
buscando la mejor canción del mundo, esa que está ahí todavía, escondida en los trastes de mi
guitarra. Encontrarla es lo de menos, morir buscándola es lo importante.
Crecer también ha sido, inevitablemente, decepcionarse, abandonar en parte
y muy a mi pesar, conceptos que creía inamovibles: la amistad, la lealtad, la
inocencia, que la gente es buena, que si tratas bien, te tratan bien, que si no
engañas, no te engañan, que si das, recibes, que si eres bueno te irá bien, que
si piensas en los demás, los demás pensarán en ti, que si te va bien sin
meterte con nadie, nadie se meterá contigo, que hay que ayudar, que si todos
pensamos en todos, la cosa funciona, yo te ayudo, tú me ayudas, todos
ganamos. Vaya, qué estúpida. Lo cierto es que ha costado, pero al final
lo han conseguido. Todos aquellos que tantas veces me dijeron “te llevarás
algunas hostias” o “el mundo está lleno de hijos de puta”, lo han conseguido.
Apuntaos el tanto. Teníais razón. He perdido, no pasa nada. A la mierda la
inocencia. Me gustaría que esto no fuera así, pero al final uno tiene que
rendirse a la evidencia. La experiencia enseña cosas buenas, pero también
te arranca partes que, si bien, ahora sabes que eran mentira, al menos eran más
bonitas. Ojalá creyera, como creía antes, que (casi) todo el mundo es bueno.
Que hay algunos locos, algunos enfermos y algunos malvados, pero
mayoritariamente la gente es buena. De eso nada. Cuando tienes demasiadas
cicatrices, huellas, marcas, puñaladas, aprendes a protegerte. A la fuerza
ahorcan. Seré amable, te trataré bien, trataré de ayudarte, no hay ningún
motivo para tratar mal a nadie, pero te va a resultar difícil llegar a
conocerme de verdad. Ahora me cuido más de a quién doy todo. No voy a
darte, así como así, el poder para que más adelante me destroces. Mera
protección. Sad but true. Eso
sí, si tienes 20 años y crees en lo mismo que creía yo, no me hagas ni puto
caso. Hace más falta la gente como tú que la gente como yo; gente que crea, que
confíe, que ame sin miedo, que se lance. Que nos den a los decepcionados, no aportamos
nada. Que nos jodan con nuestro discurso de “la gente es mala”. Seguramente
ahora nosotros también somos “la gente”.
Lo bueno de crecer y decepcionarse es que de repente, las pocas personas
que de verdad han tenido poder para destrozarte y no lo han hecho jamás, pasan
a ser una especie de tesoro que multiplica su valor al máximo. Y de repente
entiendes que prefieres pasar más tiempo con ellas, compartir más cosas con ellos, dejar de regalar tu tiempo a un montón de desconocidos y centrarte en esas personas.
Ese tópico tan manido de “calidad antes que cantidad”. Pues eso. Qué coñazo, al
final era verdad. Qué de los 30 suena
todo esto ¿no?
Lo que también ha cambiado, en este caso para bien, es mi convicción frente
a lo que me gusta. Ya no me importa absolutamente nada cuán extraño le resulte
a quien sea que me guste leer, que me gusten los cómics, los zombies, los
superhéroes, la música, los instrumentos musicales, el merchandising de Star
Wars, Rocky Horror Picture Show, los dinosaurios, los robots, los ovnis, los monstruos gigantes,
debatir durante horas si realmente los putos ewooks pueden enfrentarse al Imperio
con un par de troncos, acabar gritando en una discusión con alguien sobre el
episodio VII, la serie B… No me importa
cómo de extraño pienses que es que me tome en serio a la criatura del pantano.
Para mí, esto es serio. Reírme es serio, tener un nudo en
el estómago por un estreno es serio, los conciertos en primera fila son algo serio, llorar de la emoción por
entrar en mi iglesia románica favorita es serio. Me gustan estas cosas desde hace mucho tiempo.
El suficiente como para saber que si opinas que no tengo edad para Batman, me
gusta mil veces más Batman de lo que nunca me vas a gustar tú. Si crees que con
la edad hay que dejar de hacer ciertas cosas que nos gustan porque “hay que
madurar”, no voy a perder ni un segundo contigo. Si te lo tengo que explicar es
porque no lo vas a entender. Llámame freakie, ahora ya no me suena ofensivo.
Algunos insultos, a esta edad, me suenan a gloria según de quién vengan. Sería
horrible si algunas personas consideraran que no soy una freakie.
A los 35 ya he cumplido todos los sueños que tenía a los 15. No es porque
haya tenido mucha suerte o porque haya peleado realmente duro. Es que tenía
sueños bastante sencillos: huir del sitio en que nací, cantar, tener una
guitarra eléctrica de verdad, ser capaz de dar algún concierto, ir a la
universidad, viajar, encontrar gente que fuera como yo, tener un gato,
escribir, publicar alguna cosa. He hecho todo eso y lo he hecho con muchísima
más intensidad de la que jamás me hubiera permitido imaginar. Por el camino,
además, me he enamorado unas cuantas veces, he conocido a gente increíble en
situaciones increíbles, he tenido unas cuantas guitarras, me he hecho tatuajes,
me he hecho tatuajes tapando otros tatuajes (hay que vivirlo, señores), me han
roto el corazón, me han dejado cicatrices en el alma que jamás van a
desaparecer, he grabado algunos discos, he gritado más alto de lo que jamás
creí que sería capaz, he conseguido que algunas personas creyeran en mí, he
conseguido molestar a más de uno (esto es básico), he tenido bajo mis pies el suelo donde
han sucedido algunas de las cosas más importantes de la historia, he cantado en
portugués, he tocado en perfumerías, he publicado un relato en un libro, he escrito un
cómic, he teloneado a algunos de mis ídolos, he cantado con algunos de mis
ídolos, he conseguido (de esto hace sólo unas semanas) sacar, por fin, una
matrícula de honor en un examen, he superado algunos miedos y me he agenciado
otros, he sentido tanta frustración como se puede, la he cagado muchísimo, me
he portado como una imbécil, he aprendido a cocinar de la hostia, he aprendido
idiomas que jamás creí que aprendería, he llorado, también no he llorado cuando sentía ganas de
hacerlo durante semanas enteras y he conseguido no hacerlo, no sé muy bien por
qué motivo o atendiendo a qué orgullo. He reído, he reído muchísimo y he hecho
reír a muchas personas, he tenido ganas de morirme y también, en más de una
ocasión, he tenido ganas de matar.
Lo normal.